miércoles, 9 de noviembre de 2011

AL MARGEN

1.
La relación de nuestra práctica, el psicoanálisis, con la institución universitaria es tan difícil de pensar, como su relación con cualquier institución, es decir, con cualquier discurso instituido, incluido el del psicoanálisis mismo.
Creo que no nos serviría, en esta ocasión, intentar recorrer alguna característica de los cuatro discursos que plantea Lacan y realizar algún tipo de distribución de los mismos.
Tal vez, la tensión entre lo ya instituido y lo instituyente sea una vía adecuada para nuestro pensamiento.
Sabemos que la institución coagula, ancla un funcionamiento de acuerdo a reglamentos, muchas veces consensuados entre sus miembros. Eso crea una dinámica de relaciones que se sostienen… ¿cómo decirlo? en la represión. De eso no se habla, que aquello no se diga, que las jornadas, que la revista, que si ofrezco o que si doy y que me dan….
Inhibición y represión. Junto a la obediencia le otorgan al discurso institucional las coordenadas de tiempo y espacio en las que los cuerpos se estabilizan en una extraña inmovilidad. No necesitan muchas satisfacciones; impera la satisfacción de obedecer . Como sonámbulos hacen del dormir una consigna adorable. Cuerpos hipnotizados que aman al amo.
La institución no conoce el duelo. Si hay renuncias, hay ingresos; una sustitución que cuida y vigila el dormir.
Para hacer posible lo imposible.
Lo que resulta es el síntoma, el retorno de lo reprimido, lo que no anda en lo instituido. Es lo que ocurre…necesariamente.


2.
Su revés es nuestra práctica y su única regla: diga todo lo que se le ocurra, sin censura. Practicamos al garantizar esta regla, que no es reglamento, las contingencias de lo imposible. El fallido nos guía.
El valor de lo instituyente, es que cuestiona lo establecido, mueve el ancla hacia otro lugar. Lo esencial es el movimiento y no hacia donde se dirige. En el instante del movimiento: angustia, tal vez horror. “No saben que les traemos la peste” confesó Freud a su llegada a EEUU.
Pero lo necesario y su juntura con lo posible, es decir, la institución, se las arregla para que la peste se asemeje a un suave dolor de cabeza, a un mínimo malestar, a que ya no conmueva. Que poco o nada se mueva.
Pero lo que resulta es el síntoma.


3.
Alguna vez leí, que Nietzsche decía que profesores hay muchos, pero que maestros muy pocos. Y cuando tenía la ocasión, si decía que tal era un buen profesor, era casi un insulto.
Maestro tiene otra dimensión. Tal vez mueve, conmueve, hasta (se) angustia con sus pensamientos. No repite, no enseña lo que otros dijeron, dice su lectura.
No es ordenado, el programa se le cae. Es disperso y diverso, quizás divertido (como el inconsciente). Los alumnos, es decir quienes lo nombran maestro, ni siquiera sacan buenas notas. Se confunden, se emocionan, se aturden.
¿Qué dice un maestro cuando irrumpe su lectura?
Lo que no puede explicar, sus muchas vacilaciones y alguna certeza. Lo que no ha podido asimilar. Sus preguntas que (lo) inquietan. No enseña, deja aprender.
Don de lo no pensado.
“Ellos me enseñaron lo que no sabían” , dice Freud de sus maestros, cuando subraya el valor de la sexualidad en la configuración de los síntomas.
Una flecha atraviesa el aula, una idea, un silencio. Una corriente de aire, una melodía distinta.
Sus palabras acarician el malentendido, con sus silencios se declara culpable por la fuga del (buen) sentido.
“Da su palabra y se rompe” …hasta la próxima.

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